50 años después
Todo esto ocurrió durante el breve tiempo en el que pasamos de kindergarten al tercer curso de primaria.
Actualizado: 30 de Julio, 2025, 01:18 AM
Publicado: 24 de Julio, 2025, 06:56 AM
Es para mí un gran honor que el comité organizador de este encuentro me haya solicitado decir unas palabras en la celebración del 50 Aniversario de nuestra graduación del Colegio de la Salle de nuestro querido Santiago de los Caballeros, Ciudad Corazón. Lo hago con mucho placer y con un gran sentimiento de aprecio y amistad por cada uno de los compañeros de nuestra promoción.
En realidad, esta historia comenzó hace 63 años cuando, a unos metros de aquí, en el pasillo de la vieja casona que vino a ocupar muchos años después esta edificación, nos encontramos Joselo Checo, Chiqui Henríquez, Rafael Ignacio Saint-Hilaire, Domingo Cruz, Jorge Peralta y quien les habla, sin conocernos y sin referencia alguna de quiénes éramos, probablemente llenos de temor y ansiedad, para comenzar el kindergarten con la señorita Barbour, de quien nunca más volví a saber.
Al recordarlo, llegan a mi mente imágenes borrosas, pero claramente identificables, de los rostros de esos primeros compañeros con quienes emprendería la larga travesía de la educación escolar. También me llegan al corazón emociones de aquel momento y aquel lugar en el que Dios, el destino o las coordenadas del universo nos situaron para emprender juntos la experiencia educativa lasallista que vendría, con el tiempo, a marcar nuestras vidas.
Luego comenzaron a incorporarse otros que formaron parte de nuestra promoción: Domingo Valle, Ameriquito Tolentino y Ricardo Polanco en primero; Federico Valverde, Reynaldo Peguero, Orlando Fernández y Germán Ulises Polanco en segundo; Pedro Gilberto Tavares, Juan Rafael Espinosa, Miki Lama y Benjamín Hernández en tercero, aunque estoy seguro que se me escapan nombres de los que constituimos ese primer núcleo de compañeros lasallistas que ingresó al colegio entre el kindergarten y el tercer curso de primaria.
El Colegio de la Salle fue un espacio clave en esa etapa de nuestra infancia en aquel Santiago tranquilo y provinciano, en el que, a pesar de los estremecedores acontecimientos que se vivían en el país, recibimos protección y seguridad tanto de nuestros profesores como de nuestras familias.
Ensimismados como estábamos en nuestras vidas de infantes, no percibíamos ni podíamos percibir que en el país se vivía una de las etapas más convulsas de nuestra historia. Apenas un año y medio antes de que entráramos por primera vez al colegio en agosto de 1962 se había producido el ajusticiamiento de Trujillo.
Luego vino la lucha por la democracia y la libertad. Se celebraron elecciones libres y competitivas en diciembre de 1962 que ganó el profesor Juan Bosch, quien fue víctima de un golpe de Estado el 25 de septiembre de 1963 y sustituido por un Triunvirato con apoyo militar. En apenas dos años a partir de ese momento, se formó un movimiento cívico-militar para reponer al profesor Bosch, tuvo lugar la guerra civil entre constitucionalistas y defensores del gobierno ilegítimo y, finalmente, la intervención militar de Estados Unidos en medio de un ambiente de guerra fría y el temor por una “segunda Cuba” en el Caribe.
Todo esto ocurrió durante el breve tiempo en el que pasamos de kindergarten al tercer curso de primaria. No podíamos entender lo que estaba ocurriendo, pero menciono estos acontecimientos para que tomemos consciencia, con la perspectiva que da el tiempo, de la época en la que nos tocó vivir nuestra infancia.
A Santiago le tocó vivir por un día lo que la capital dominicana vivió durante todo ese período que he mencionado. Me refiero a la llamada batalla del Hotel Matum el 19 de diciembre de 1965, cuando el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó y demás combatientes constitucionalistas que lo acompañaban fueron a almorzar a ese icónico lugar de la ciudad luego de rendir homenaje al coronel Rafael Fernández Domínguez en el cementerio de la 30 de Marzo.
Allí fueron atacados de manera despiadada por militares del bando contrario, especialmente de la Fuerza Aérea Dominicana, a pesar de que ya se había firmado un acuerdo que puso fin al conflicto. La respuesta valiente y épica de los constitucionalistas le ha merecido a ese día una página especial en la historia dominicana. Todavía recuerdo cómo se estremecieron las paredes de mi casa por los sonidos estremecedores de los aviones y las metralletas en aquella batalla de un día que pareció interminable.
Seguimos creciendo poco a poco, con la lentitud propia de esa etapa de la existencia en la que un año parece un siglo. Otros compañeros siguieron montándose en el tren de esta promoción que un grupo de nosotros tomó al momento de su partida, pero no hubo diferencias entre pasajeros viejos y pasajeros nuevos; todos recorríamos ese trayecto incierto que nos debía llevar a la edad adulta y prepararnos para lo que viniera después.
Fue en esa etapa, desde los seis a los once años, del primer al sexto curso, cuando comenzamos a hacernos un poco más independientes. En ese ciclo pasamos por las clases de Ana Josefa Jiménez, María Rosa de Vargas, las hermanas Rosita y Antonia Silverio, Iluminada de Perelló, Dinorah García, Argentina de Hernández, Melba de Monsantos y los hermanos Claret, Anselmo, Javier, Ricardo, Evaristo y Rafael, entre otros, quienes nos impartieron diferentes materias y, sobre todo, realizaron la labor de encarrilarnos en la disciplina, el logro de metas y el aprendizaje de habilidades fundamentales para la vida.
También fue la época de comenzar a hacer deportes, o al menos ver a los más grandes jugar mientras soñábamos con ser uno de ellos más adelante. Para mí, el colegio era una extensión del patio de mi casa, por lo que era ahí donde se me encontraba cada tarde donde acudía tan pronto almorzaba a esperar que los internos terminaran de comer para jugar algún deporte o simplemente vernos la cara llenos de aburrimiento.
A partir de la intermedia empezó la etapa de la adolescencia, aquella en la que comenzamos a creernos hombrecitos, a jugar basquetbol y béisbol, al menos para muchos de nosotros que amábamos los deportes. Los más destacados fueron Federico Valverde, Joselo Checo, Ricardo Pérez Pandelo, Pedro Gilberto Tavares y Félix Jorge (mi primo Chuchi), quien tenía una versatilidad increíble para los deportes y quien pudo, de habérselo propuesto, llegar a Grandes Ligas.
También fue la etapa en la que comenzamos, con la inseguridad y la timidez propias de la edad, a fijarnos en las muchachas del Corazón de Jesús, ir a las competencias deportivas femeninas, deslumbrarnos con los pantaloncitos cortos y las barrigas afuera y sufrir en silencio por no saber cómo enamorar a las muchachas que nos gustaban.
A finales de 1969, se inauguró en Santiago Color Visión, el primer canal de televisión a color que vendría a revolucionar la televisión dominicana. Recuerdo haber ido con Frank Sosa -Careta- y otros amigos a presenciar la primera transmisión en vivo que tuvo lugar precisamente en el Hotel Matum.
Fue la época del Guayaberudo, Cucharimba y el ritmo contagioso de Caña Brava en el Estadio Cibao, el más alegre del país, donde vimos jugar a Chilote Llenas, Roberto Peña, Julián Javier y Tomás Silverio, quien se desplazaba en el jardín central como hacen las gaviotas por encima del mar. Eso sí, nos aterrorizaba cuando llegaban rivales como Rico Carty, Manuel Mota, los hermanos Rojas Alou y hasta el propio Juan Marichal, el Monstruo de Laguna Verde, a quien recuerdo haber visto lanzar un par de veces. Vimos surgir a Miguel -Guelo- Diloné, la Saeta Cibaeña, el jugador más excitante que ha tenido la pelota dominicana en todos los tiempos.
Comenzamos, también, a escuchar a los Beatles, los Rolling Stones, Jimi Hendrix, The Three Dog Nights, The Who y muchos grupos más. Ricardo Pérez Pandelo, Reynaldo Peguero y yo fuimos los que más nos adentramos en esa música. Llevo en mi corazón algunas canciones de esa época, tales como Imagine de John Lennon, It´s too late, de Carol King y You´ve got a Friend de James Taylor.
Fuimos miembros de la generación de la música disco, la cual emergió a finales de los sesenta y principios de los setenta. Esa fue la época en la que Tamara Vázquez -no sé si la recuerdan- tenía un programa de radio a la una de la tarde, al cual llamábamos para pedir canciones “americanas” y dejar mensajes de amor a nuestras enamoradas, pero sin revelar nuestros nombres. Un cáncer se la llevó muy joven.
También oíamos a Sandro de América y Rafael de España y toda la música que ponían en Ondas del Yaque, Radio Amistad y Radiolandia, cuyos locutores eran celebridades en la ciudad.
Por esos años, una de nuestras diversiones era ir a los tres cines de la ciudad propiedad de don Miguel Lama: el Cine Colón, el Cine Apolo y el destechado Cine Lama, a los que Benjamín y yo teníamos la suerte de entrar gratis por éramos compinches de Miki. En esas salas de cine vimos películas como Bonnie and Clyde, El Graduado, El Padrino, La Naranja Mecánica, Chinatown y la trilogía inolvidable de Clint Eastwood: Por un puñado de dólares, Por unos dólares más y El bueno, el malo y el feo, con su icónica e inolvidable melodía compuesta por Ennio Morricone, la cual, cada vez que la oigo, me retrotrae a esos años de nuestras vidas.
Comenzamos a escuchar a Joan Manuel Serrat, con su álbum Mediterráneo y aquella hermosa canción que decía, “vuela esta canción, para ti, Lucía, la más bella historia de amor que tuve y tendré, es una carta de amor que se lleva el viento pintado en mi voz, a ninguna parte, a ningún buzón”.
En algunos de nosotros comenzó el interés en la nueva trova cubana y las canciones de protesta, fascinados con Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Amaury Pérez.
Escuchamos y cantamos a uno de los nuestros, Vitico Víctor, con su “Mira muchacha, ven, ven conmigo… yo no te prometo el cielo, te prometo una casita chiquita y bonita, con paredes en colores, con cupidos de amor, y quizás alguna flor”.
Como también quedamos cautivados con aquella canción de Roberto Carlos, la cual se convirtió en un himno para muchos, que decía “yo sólo quiero mirar los campos, yo sólo quiero cantar mi canto, pero no quiero cantar solito, yo quiero un coro de pajaritos. Quiero llevar este canto amigo, a quien lo pudiera necesitar, yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar”.
En las clases de lengua española de Orlando Alba nos enteramos del llamado boom latinoamericano al ponernos a leer El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez y Los jefes de Mario Vargas Llosa, así como también el fascinante cuento Ahora que vuelvo, Ton, de René del Risco Bermúdez, el cual, años después, vino a tener un significado especial para mí.
Por esa época el colegio se hizo mixto. Esa fue una experiencia que nos puso a prueba para interactuar con mujeres en condición de respeto e igualdad luego de tantos años aislados en un colegio de varones. La presencia femenina trajo alegría al colegio, también oportunidades para enamorarnos, hacer complicidades y vivir emociones propias de esa etapa singular de la vida.
En 1973, apenas dos años antes de nuestra graduación, sucedieron acontecimientos que resonaron en, al menos, a algunos de nosotros. La muerte del coronel Caamaño en las montañas de San José de Ocoa en febrero de ese año impactó la política nacional. Y en septiembre se produjo el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile que conmocionó a América Latina. La Revolución cubana seguía gravitando en la política regional, mientras que en el país se frustraba la posibilidad de tener elecciones libres y competitivas en 1970 y 1974 en un ambiente marcado por la desconfianza en los órganos electorales, la violencia y la polarización política y la militarización de los procesos electorales. Sin embargo, tres años después de graduarnos, en 1978, se produjo la primera transmisión pacífica y democrática de mando de un partido político a otro en la historia dominicana.
En 1974 se celebraron los XII Juegos Centroamericanos y del Caribe, evento que marcó un hito en el desarrollo del Deportes en la República Dominicana. En mi caso, como el de muchos de ustedes, fui a la capital a ver por primera vez las competencias de campo y pista y los juegos fascinantes de basquetbol entre Cuba y Estados Unidos.
Al final de ese año tuvo lugar el festival artístico 7 días con el Pueblo, el cual fue una señal de apertura del gobierno y un ejercicio responsable de la protesta. Haber asistido a algunos de los conciertos de ese festival, primero en el Estadio Cibao y luego en Estadio Olímpico, fue una experiencia memorable para mí.
En ese tiempo, fuimos a Puerto Rico a jugar basquetbol donde por primera vez pisamos una cancha de tabloncillo. Nuestro dirigente era Jimmy Santos, mejor conocido como “warenanga”, pues ya había quedado atrás la época de Yolo Pérez, a quien siempre recordamos con su voz inconfundible y su tendencia a mezclar nombres, como el caso de los Pérez Pandelo, a quienes siempre llamaba Pérez Báez por los apellidos de su padre.
Esa fue la etapa también de las rondas interminables de cerveza en Casa Bader, de las fiestas en el Country Club, el Centro de Recreo o la Boite del Matum, así como en las casas de algunos compañeros para escuchar a Celia Cruz y al pepinero Johnny Pacheco con los grandes salseros de la Fania All-Starts. Pedro Gilberto, Federico, Katin, Fanchy Espaillat y algún otro llevaban sus longplays para ponerlos a sonar en aquellos viejos tocadiscos cuando no podíamos ni imaginarnos que algún día escucharíamos la música en plataformas digitales como Spotify o Apple Music. La presencia de Epifanio Rodríguez -el Fano-, con su humor peculiar, era siempre un complemento indispensable.
Tal vez fuimos la última generación que dio serenatas en aquellas noches frías del Santiago de la primera mitad de los años setenta, con botellas de ron Bermúdez, Coca Cola y Seven Up. Empezamos a tener nuestras “high school sweetharts”, ya sea de verdad o en nuestra imaginación.
Hay que decir también que la vida, siendo lo que es, llena de conflictos, nos trajo divisiones, tirantez entre algunos, celos y competencias. Formamos grupos y subgrupos y por momentos nos distanciábamos para luego volver a encontrarnos. Para todas las generaciones, la adolescencia es fuente de conflictos interiores, inseguridades, búsqueda de reconocimiento y de un lugar en el entorno social.
Es una etapa difícil y hasta indescifrable de la vida. Es también la época a la que uno más vuelve en el ejercicio de la memoria, la cual parece eterna cuando apenas cubre un breve espacio de nuestra existencia. Es un tiempo de búsqueda, de creernos cosas que no somos o de no creernos cosas que sí somos o podemos lograr. Es una etapa de duda, miedo, aspiración y tránsito, de definición de nuestro carácter y nuestra personalidad.
En ese contexto se consolidó lo que, hasta hoy, se ha conocido como el B4 Power. En medio de las diferencias, pero también del afecto y el compañerismo, surgió el sentido de unión que nos ha caracterizado como grupo.
En esa etapa final de nuestra presencia en el colegio tuvimos a profesores que recordamos con aprecio, respeto y admiración: Zaidi Zouaín, Rafael Emilio Yunén, Roberto Ceballos, Orlando Alba, Guillermo Núñez, Herminio Alberti, Pedro Bisonó, Joaquín Ricardo, Leo Flores, Enriquillo Martínez, Guido Llenas, Rolando Villamil, Jorge Ruiz, los hermanos Osvaldo y Alfredo Morales, el hermano Agustín Enciso, quien estuvo pendiente de nosotros hasta su muerte, y, por supuesto, a ese gran educador que fue el hermano Pedro Fernández, nuestro mentor en la última etapa, a quien muchos de nosotros llamábamos Peter o simplemente Pedro.
El Colegio de la Salle fue para nosotros un lugar motivador e inspirador, de alta calidad educativa, con Hermanos de la Salle, casi todos cubanos, consagrados a la educación de los jóvenes.
Con orgullo podemos decir que ese grupo de religiosos actuó con integridad y respeto, si bien en una época temprana todavía ponía en práctica métodos excesivamente severos de disciplina que luego fueron superados.
También fue un grupo de educadores de vanguardia, que asumió el lema de “educar en libertad y para la libertad”. Nos mostraron con el ejemplo lo que era ser personas de Iglesia, creyentes comprometidos que nos inculcaron el amor a Dios en la difícil etapa de la rebeldía juvenil.
A esos Hermanos de la Salle y a los profesores que también asumieron la ética y el compromiso lasallista, hoy reconocemos y agradecemos por todo cuanto aportaron en nuestra formación.
Es de justicia que en este momento recordemos a nuestros compañeros que fallecieron durante y después de nuestra vida en el Colegio de la Salle. Ellos son: Franklin Álvarez, Servio Tulio Espaillat, Rafael Alfredo Díaz Victoria (Pepey), Justo Manuel Luna Madera, José Rafael Sánchez Mora, Juan Tomás Martínez, José Joaquín Zouain (Pekin) y Víctor Emilio Ferreiras.
A ellos, con respeto y solemnidad, les rendimos honor, al tiempo que elevamos una oración por su paz eterna.
En la mañana de hoy, al celebrar los 50 años de graduados, recordamos aquella época con nostalgia y añoranza; con el deseo de volver a vivir las experiencias de aquellos años ya lejanos que atesoramos en nuestros corazones, pero que quedaron atrás para siempre. Sentimos lo que nos hizo felices, pero también lo que nos causó tristeza y dolor. Pensamos en lo que hicimos y dejamos de hacer, en lo que fue y lo que pudo haber sido y no fue.
En cualquier caso, esta es una ocasión para celebrar la vida, recordar lo que nos unió y nos ha mantenido unidos, para renovar los lazos de amistad y fraternidad que existen entre nosotros.
Es la mejor ocasión para reafirmar que, ciertamente, como dice nuestro lema, somos hermanos para siempre.
Santiago de los Caballeros
12 de julio de 2025.
